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10 abr 2011

UN POEMA

ASFALTO MOJADO


Recuerdo un tiempo de veranos en Castilla,
de olores y sabores únicos, irrepetibles en cualquier otro lugar.
De mañanas y sol amenazante, campos bebidos en rocío;
de tardes y meriendas presenciadas por piedra sobre piedra:
Lo que antes recio Castillo, ahora paredes desnudas
que muestran heridas y oquedades.
Vencejos y golondrinas se sirven de antiguas yagas en piedra,
y fundan sus hogares, de cuyo seno, oímos el sollozo del poyuelo.
Después de años retorno, y este sollozo me hace recordar:
Aún puedo estar en Castilla, aún vive este mundo rural.

Los viajes atravesaban peculiares paraísos,
todos ellos en el mismo recinto, en la misma magia.
Las hileras de maizales burlaban la inexactitud,
y el sol huía entre su follaje.
En este sol se empapaban los girasoles,
sol que perseguían día a día hasta terminar vencidos.
El agua se adivinaba en una acequia infinita,
¡vendita salvadora! aquella tarde de agosto.
Entre  maíz y girasol desfilaba con timidez.
Aún puedo estar en Castilla, aún vive este mundo rural.

Me gustaba el olor de los pueblos,
un olor que emanaba de las tierras ardientes;
de mies, de cebada tumbada por un arado.
Olor de adobe y adoquinados ancestrales,
testigos de paseos armoniosos, con encanto.
A media tarde gustaba de pasear,
asfixiarme en estos aromas singulares,
empaparme de una magia que se presumía longeva,
Pararse junto a la carretera, oler el asfalto:
Aún puedo estar en Castilla, aún vive este mundo rural.

Y llegó la tormenta, pasajera, a veces generosa en lluvia;
Otras, generosa en desventura, desasosiego para el labrador.
La recordaba con alboroto, un desenfreno cuando llegaba.
Admiraba las tinieblas de un azul oculto,
sustituido por amenazas algodonosas.
Su estruendo era desafiante, a la vez cautivador.
Comenzaba a llover y la tierra emanaba ese olor incomparable,
un olor que se mecía según las pautas de la brisa.
Finalmente el azul se reflejaba en extensos charcos.
Aún puedo estar en Castilla, aún vive este mundo rural

germán

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